Los antiguos griegos lo denominaban «eudaimonía», un término asaz escurridizo que incluye el concepto de suerte. En inglés se llama «happiness», palabra que procede del verbo «hap»: tener suerte. En francés se refieren a ella como «bonheur», término resultante de la unión de «bon» (bueno) y «heur» (suerte). En italiano, portugués y castellano se la conoce respectivamente como «felicità», «felicidade» y «felicidad», voces todas ellas procedentes del latín «felix», afortunado

Pero aunque la suerte puede ayudar a conseguir la felicidad, no baste. La felicidad, como decía Bertrand Russell, es una conquista, hay que trabajársela.

Es evidente que la felicidad es lo más demandado y lo más universal desde que existe la humanidad. Es sostener: desde hace 400.000 abriles es lo más buscado, lo más ansiado. Los psicólogos evolucionistas aseguran que es precisamente esa búsqueda de felicidad lo que nos ha permitido sobrevivir como especie durante todo este tiempo, concediéndonos una preeminencia adaptativa respecto al resto de seres vivos.

La pregunta es: ¿cómo demonios se consigue la dicha?

La filosofía, la disciplina que intenta explicar la efectividad y el sentido del conducirse humano, nunca se ha dedicado específicamente a tratar de determinar en qué consiste exactamente ser oportuno, un concepto difícil e incluso impenetrable. Pero la filosofía sí que da por sentado que la búsqueda de la felicidad es el objetivo final del ser humano y sí que se ha ocupado de estudiar los medios para conseguirla.

De ahí que Conquista Camps, filósofa, catedrática emérita de Filosofía en la Universitat Autònoma de Barcelona y desde octubre pasado miembro permanente del Consejo de Estado, analice ahora en un compendio delicioso, En busca de la felicidad (editorial Arpa), las principales reflexiones y aportaciones de numerosos filósofos rodeando de ese concepto.

Al fin y al cabo la felicidad siempre ha estado vinculada a la ética, un concepto en el que Camps es experta y que fue establecido por los filósofos griegos, quienes consideraban que para conseguir la felicidad cada persona debía trabajar en construir un «ethos», una modo de ser que le disponga y le ayude a conducirse perfectamente. «Y vincular la felicidad a la ética significa que aquella reside en el carácter o en la personalidad de cada uno, más que en un código o en un lista de normas que hay que acatar», sentencia Camps.

Aristóteles fue el primer filósofo que se concentró de modo más sistemática en analizar la felicidad. Estaba convencido de que conducirse perfectamente, sobrellevar una vida virtuosa y ética, era condición imprescindible para ser oportuno.

¿Significa eso que los corruptos, los viciosos o los libertinos no pueden ser felices? Esa es puntual la cuestión que plantea Calicles, un sofista (aunque no está del todo claro que lo fuera) que aparece en un diálogo de Platón titulado Gorgias. Calicles defiende con vehemencia que, en efectividad, nadie quiere ser ético y virtuoso y que, si lo es, es porque no le queda otro remedio, porque se impone el poder coercitivo de la ley o, simplemente, el miedo a ir contracorriente.

Calicles, desafiando a Sócrates, llega a programar un gran dilema pudoroso: ¿es mejor sufrir una injusticia o perpetrarla? La ética y la filosofía socrática mantienen que, evidentemente, es preferible padecer una injusticia que cometerla. Y concluyen que quien comete injusticias no lleva una vida ética y tiene vedada por consiguiente la felicidad.

Pero Calicles rechaza eso. Sostiene que un tirano –la persona más injusta del mundo– puede ser oportuno, inmensamente oportuno. «O los corruptos hoy, quienes pueden conducirse muy perfectamente», apuntilla Conquista Camps. El único argumento (asaz débil, por cierto) con el que Sócrates trató de rebatirle fue diciendo que ese tirano (o corrupto) viviría siempre angustiado por el miedo a que le pillaran.

Igualmente fueron filósofos griegos los que postularon que la felicidad se conseguía viviendo una vida simple y concorde con la naturaleza. Así, cuando Alejandro Excelso se topó con Diógenes de Sinope, un renombrado filósofo de la escuela cínica que rechazaba los haberes materiales, y le vio desnudo y tumbado a orillas de un río, le propuso: «Pídeme cualquier cosa y te lo concederé «. A lo que Diógenes, sin inmutarse lo más pequeño, le contestó: «Lo único que quiero es que te apartes, me tapas el sol».

Los estoicos, los filósofos griegos que más han abundado en el tema de la dicha, bebieron mucho de los cínicos. Pero fueron aún más allá. Igualmente ellos consideraban que había que conducirse conforme a la naturaleza y que la felicidad se alcanzaba llevando «una vida digna de ser vivida». Y para ello, decían, había que tener claro lo que depende de uno, lo que no depende de uno y aceptar esto postrero sin más, «con indiferencia» por usar sus propias palabras.

Los seguidores de esa escuela tenían muy claro que la vida no es un capa de rosas, eran plenamente conscientes de la vulnerabilidad de los seres humanos, y defendían que no había que angustiarse por ejemplo en presencia de la asesinato, regalado que la misma es inexcusable. «Pero muchas veces es muy duro pedir al ser humano que sea insensible en presencia de los infortunios, las desavenencias, la asesinato, la enfermedad…», subraya Conquista Camps.

A la filosofía griega en normal hay que hacerle dos acotaciones. La primera: considera que el perfectamente colectivo está por encima del perfectamente individual, que «el todo es más que la suma de las partes», como decía Aristóteles. Y la segunda precisión: su concepto de felicidad se limitaba a los hombres libres, a quienes se dedicaban a la vida pública. Ni las mujeres ni los esclavos tenían por consiguiente llegada a la dicha.

De la felicidad colectiva a la individual

Todo eso cambia con la arribada de la modernidad. Luego de la Etapa Media, en la que el concepto de felicidad se pospone hasta la asesinato y la entrada en el reino de los cielos, en la modernidad la felicidad pa asde ser un concepto colectivo a convertirse en un concepto puramente individual. Y, sobre todo, a ser parecido de exención, de independencia, de poder hacer cada uno lo que quiera con su vida. Aunque, para ello, el Estado debe de asegurar unas condiciones materiales mínimas.

En efectividad Pico della Mirandola, un pensador italiano del siglo XV, ya anticipó todo eso cuando escribió su célebre Oratio de hominis dignitate (Discurso sobre la dignidad del hombre), donde señala que la dignidad humana consiste en poder escoger cómo conducirse. A diferencia de los animales, que siguen irremediablemente el instinto, los humanos pueden lanzarse qué hacer con su vida, si conducirse perfectamente o mal.

Esa idea alcanza su mayor esplendor en la Revelación de Independencia de Estados Unidos, publicada el 4 de julio de 1776 y que recoge el derecho a agenciárselas la felicidad como un derecho humano. «Todos los hombres son creados iguales; dotados de ciertos derechos inalienables, entre los cuales están la vida, la exención y la búsqueda de la felicidad», dice fielmente el texto, que pone los cimientos de los derechos sociales y del Estado de bienestar. Un logro que, paradójicamente, no es atribuible a Estados Unidos sino a Europa.

«Pero, ¿se puede obtener la felicidad pensando sólo en uno mismo? ¿Puede ser la dicha una empresa individual? Yo creo que no», nos dice Victoria Camps. De hecho, todos los filósofos consideran que tener amigos es una condición necesaria para alcanzar la felicidad. Aunque tal vez quien más haya enfatizado en ello haya sido el francés Michel de Montaigne, quien ya en el siglo XVI consideró como una de las grandes desgracias de su vida el perder a su mejor amigo.

«Sin amigos, sin afectos, pensando sólo en uno mismo, seguramente es muy difícil -si no imposible- obtener la felicidad», reitera Camps. Pero, de todas las aproximaciones a la felicidad que ofrece la filosofía, ¿con cuál se queda Conquista Camps? «Con ninguna. Todas tiene poco interesante, pero incluso poco criticable o excesivo», subraya. «Para mí la dicha es conocer sustentar las ganas de conducirse, poco que no deja de ser muy spinoziano. Es sostener sí a la vida, a pesar de todas las dificultades. Y eso es poco que se aprende. La suerte cuenta, claro está, pero no es sólo suerte».

En ese sentido, para Camps la única y verdadera autoayuda en la búsqueda de la felicidad es la civilización. «Un tesina de vida rico culturalmente. Se comercio no sólo de agenciarse cosas, sino de que el ser humano tenga bienes que le ayuden en los momentos más difíciles».

-¿Usted es oportuno?

-No del todo. Siempre queda poco. Pero me siento afortunada: he podido hacer lo que he querido, he trabajado en lo que me gusta, tengo un conjunto de afectos, tengo comunidad, tengo amigos… No se puede obtener la felicidad absoluta. Adicionalmente es necesario no lograrla para así seguir en el camino

Fuente: Noticias Felices. El Mundo