Todo el mundo ha tenido pesadillas en algún momento de la vida. No es una situación agradable, pero no supone un problema si no interfiere en la vida cotidiana. Sin embargo, hay personas a las que esto último sí les ocurre. Su dolencia se llama “trastorno de pesadillas”, y consiste en que los malos sueños ocurren con mucha frecuencia y les impide desarrollar con normalidad su día a día. En estos casos se puede utilizar una terapia en la que los pacientes pueden ensayar versiones positivas de sus sueños. Es bastante eficaz, funciona con el 70% de los pacientes. Ahora, un estudio realizado en Suiza y publicado este jueves en la revista Current Biology ha comprobado que, si además se reproduce un sonido asociado a una experiencia diurna positiva, se reduce de forma más eficaz la frecuencia de esas pesadillas.
Se calcula que este trastorno afecta aproximadamente al 4% de la población adulta, dice el estudio. Sin embargo, el psicólogo del Instituto de Investigación del Sueño (IIS) Iván Eguzquiza afirma que es probable que la cifra sea mayor. “Hay mucha gente que tiene normalizado dormir mal o tener pesadillas”. Eguzquiza habla también de una situación de retroalimentación: “Cuanto más miedo tengamos a las pesadillas es más fácil que aparezcan”. El experto explica que ese temor hace que pensemos en ellas durante el día, por lo que es más probable que nos durmamos con ello en mente.
“Los pacientes vienen a nosotros porque les da pánico dormir”, cuenta Francisco Segarra, psicólogo experto en medicina del sueño y miembro de la Sociedad Española del Sueño (SES). El profesional advierte de que los sueños pueden llegar a ser muy agresivos y describe el caso de una de sus pacientes, que sufría pesadillas en las que “todo eran imágenes de asesinatos, de sangre y de mutilaciones”.
Los científicos de la Universidad de Ginebra que han realizado este nuevo estudio añadieron este sonido a la terapia en 16 de los 38 pacientes de la investigación, que asociaron a emociones positivas. Luego, a través de diademas inalámbricas con auriculares, lo reprodujeron de nuevo mientras dormían. Esto aumentó la eficacia del tratamiento, de forma que tres semanas después, en las personas en las que no habían combinado ambas cosas, la frecuencia de pesadillas se había reducido de tres o cuatro semanales a una, y en las que sí habían empleado el sonido, desaparecieron por completo.
En la terapia clásica contra este trastorno, el paciente expone sus pesadillas más recurrentes y les cambia el final, de forma que pueda asociarlo a emociones positivas. Si, por ejemplo, alguien sueña que cae en un fuego, se reescribe la historia para que caiga lentamente en el mar cerca de una playa, aclara Sophie Schwartz, autora de la investigación. Este procedimiento hace que cuando vuelva a soñar tenga altas posibilidades de que el cerebro relacione la historia con un final feliz y no se provoque esa situación tan agobiante, añade Segarra, que no ha participado en el trabajo.
La mayoría de las pesadillas, y los demás sueños, ocurren durante la fase REM. En esta etapa el cerebro está desconectado del cuerpo, pero la actividad mental es similar a la de la vigilia. Se produce entonces una reagrupación de las imágenes que el cerebro ha visto en algún momento. Si los sueños son buenos o malos dependerá de las experiencias y las emociones que se hayan tenido a lo largo del día, cuenta María José Martínez, coordinadora del grupo de trabajo de Cronobiología de la SES.
Antes de aplicar la terapia hay que descartar que las pesadillas ocurran a consecuencia de problemas del sueño, como la apnea, o el trastorno de conducta del sueño REM, en el que el paciente, además de tener pesadillas angustiosas y violentas, pueden representar lo que están soñando. Incluso se puede relacionar con el consumo de alcohol o el de algunos tipos de fármacos, subraya Ana Fernández, Coordinadora del Grupo de Estudio de Trastornos de la Vigilia y el Sueño de la Sociedad Española de Neurología. En estos casos, si se ataja el problema, los malos sueños desaparecen, expone la experta.
El trastorno de pesadillas provoca más despertares y la fragmentación del sueño, por lo que la persona a la que le ocurre no tiene un descanso de calidad. Esto se traduce en consecuencias físicas como el cansancio y la somnolencia. A largo plazo, puede incluso causar depresión del sistema inmune, desarrolla Francisco Segarra, miembro de la SES. A nivel emocional puede generar ansiedad, irritabilidad, problemas de impulsividad, y a nivel cognitivo disminuye la concentración, la atención y la memoria.
Iván Eguzquiza, del IIS, hace hincapié en el interés que suscita un hallazgo como este, que puede suponer un avance para el tratamiento de problemas de higiene del sueño —el conjunto de hábitos y actitudes que nos permiten conciliar el sueño adecuadamente y dormir profundamente—. Incluso puede servir para el tratamiento del trastorno de estrés postraumático, señala el psicólogo.
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